El patrimonio culturar español es tan diverso como curioso y extraordinario.
Hasta el punto que, a pesar de que nos vamos haciendo mayores y la mochila de experiencias cada vez está más llena, nunca deja de sorprendernos y continuamente nos motiva a querer vivir nuevas experiencias en nuestra propia casa.
Un claro ejemplo de ello lo hemos encontrado nuevamente en la provincia de Guadalajara y, más exactamente, en la pequeña localidad de Luzón.
En este pueblo de Castilla la Mancha, levantado al resguardo de un cerrillo a orillas del río Tajuña, encontramos una de las celebraciones de carnaval más llamativas que se pueden ver a día de hoy en España. Se trata del Carnaval de los Diablos de Luzón.
Una fiesta cuyos orígenes se remontan muy atrás en el tiempo, allá por el siglo XIV como poco, y que desde los años noventa los luzoneros llevan esforzándose para perpetuar y dar a conocer su fiesta pagana ancestral.
Gracias a lo cual, carnaval tras carnaval, convoca cada vez a más adeptos y buscadores de experiencias culturales singulares.
Este año (2018) curiosamente el evento ha tenido lugar fuera de las fecha tradicional.
El temporal de nieve y frío que azotó a la Alcarria durante los días previos al sábado de carnaval aconsejaban suspender el evento en la fecha oficial de su celebración.
Pero tras la espera de todo un año los «temidos» Diablos del pueblo no estaban dispuestos a permanecer ocultos durante un año más sin dejarse ver.
Así que la cancelación se transformó en un aplazamiento y el lado oscuro de la fiesta decidió manifestarse, de forma excepcional, unas semanas más tarde (el 24 de Febrero).
Todo comienza a mascullarse tras la comida, siendo las cuatro de la tarde la hora crítica en la que se desencadenan los acontecimientos. Así sobre esa hora, el día indicado, llegamos a Luzón (a unos 150 Km de Madrid).
El centenar de coches aparcados a la entrada del pueblo ya hacía presagiar que algo iba a ocurrir en el lugar. Pero aún no teníamos claro ni el qué ni el cómo.
Aparcamos en el primer hueco que encontramos, nos dirigimos directamente a la plaza mayor del pueblo y, tras un breve paseo por sus aledaños para conocer su patrimonio histórico artístico, compuesto por la iglesia de San Pedro (s. VII) y los edificios Escolapios (s. XIX), todo nos pareció extremadamente tranquilo para lo que considerábamos que debía ser una fiesta.
Sin embargo algo se mascaba en el ambiente, porque muchas de las personas que estaban como nosotros a la espera de acontecimiento cargaban con buenas y aparatosas cámaras de fotos y objetivos mastodónticos.
Siguiendo a algunos de estos caza-instantáneas, que parecían saber dónde se dirigían, salimos de la plaza y llegamos hasta unas naves agrícolas situadas unos centenares de metros a las afueras del pueblo.
Allí se concentraban un buen número de forasteros, como nosotros, que parecía hacer guardia frente a la entrada de unas de las naves.
Pasadas algo más de las cuatro y media llegó al lugar una animada cuadrilla de mozos y mozas luzonenses, que con cierta algarabía abrieron el portón de la nave y dieron pie al comienzo de su liturgia de carnaval.
Un proceso de transformación por el que los hombres y mujeres que forman parte de la fiesta dejan de ser simples humanos y pasan a ser Diablos.
Aproximadamente una docena de jóvenes comenzaron a caracterizarse, como se ha venido haciendo durante generaciones, entre el tumulto de curiosos y cámaras que allí nos congregamos.
Había hasta cámaras de la televisión regional.
Primero cubrieron su ropa moderna con una vestimenta negra, a modo de camisón, y luego comenzaron a embadurnarse en crema hidratante para preparar la piel para el pringue tiñoso que vendría después.
Una especie de mezcal de hollín y aceite en un barreño les sirvió para cubrir cada milímetro de piel que quedaba al descubierto. Ayudándose los unos a los otros para asegurar que sus caras y brazos quedaban completamente oscuros como carbón.
El aspecto siniestro lo remataron cubriendo su cabeza con una tela almohadillada que servía para sujetar unos voluminosos cuernos, que iban atados a los hombros, con una falsa y prominente dentadura hecha con patata cruda y unos ruidos cencerros a la cintura.
Tanto el proceso de transformación como el resultado final hay que reconocer que impacta.
Pero igualmente tenemos que reconocer que, siendo tal el número de personas interesadas en sacar la foto perfecta, se nos hace difícil creer que los implicados en la ceremonia lleguen a disfrutar totalmente de lo que supone semejante ritual ancestral.
Las buenas gentes del pueblo, en su afán por querer enseñar a todo el mundo allí presente el proceso, estamos seguros que han perdido cierta libertad.
Por lo que, ante todo, hay que agradecerles su paciencia y amabilidad ante tanto “paparazzi” (entre los que nos incluimos ocasionalmente).
Quizás, una vez que ya han conseguido revitalizar su carnaval, sería bueno que recuperasen su celebración tradicional.
Como la que conocimos en el Carnaval de Almiruete (Gudalajara), en la que los mozos se transforman en un sitio secreto, alejados de las cámaras, y bajan al pueblo por sorpresa.
El precio del reconocimiento no puede ser perder tu esencia para siempre, por lo que les animamos a volver a ser Diablos como los de antes de la aparición del teléfono móvil y las fotos digitales.
Escurridizos y con la ventaja de la sorpresa.
Pero bueno, el caso es que, mientras la transformación tenía lugar ante el público general, el ambiente era animado y distendido.
Algo que se favorecía con el sonido de la dulzaina y los tambores tocados por una cuadrilla de músicos llegado al lugar para poner ambiente musical a la jornada.
Entre tanto al lugar también comenzaron a llegar algunas Mascaritas.
Otros personajes carnavalescos típicos en la región, que visten de mujer pero no necesariamente lo son y que cubren su cara con máscaras de tela con cierto toque igualmente perturbador.
Así que, poco a poco, el evento se iba animando más y más.
Una vez completada la transformación todos los Diablos se agruparon frente a la nave en la que se habían acicalado y comenzaron danzar, con los cuernos en todo lo alto y bien sujetos por sus negras manos, para hacer sonar sus ruidosos cencerros.
Convirtiéndose así, ante nuestros ojos, en siniestros y alegres Diablos.
Durante unos breves instantes se produjo una especia de exaltación colectiva, posiblemente por la alegría de ver que un año más habían logrado repetir la tradición, y tras ella iniciaron un recorrido por los caminos circundantes para dirigirse hacia el interior del pueblo.
Posiblemente fue este momento el que más nos llamó la atención. Verles danzar agrupados sobre los caminos polvorientos, y separados del gran tumulto, generó estampas únicas.
Eso sí, hemos de decir que el querer ver los Diablos desde tan cerca tiene un precio y entraña sus riesgos.
Todos ellos están deseosos de pringar con su unte de hollín a todo incauto que no vaya disfrazado.
Siendo totalmente contraproducente intentar evitar su castigo, porque no cejarán en el empeño hasta conseguir pringarte y, si hay resistencia, aún más si cabe.
No necesitan nada más que plantar sus manos sobre tu cara para mancharte. Llevan encima tal cantidad de hollín y aceite que les sobra para dar y tomar.
Nosotros no íbamos disfrazados, así que sentimos sobre nuestro rostro resbalar la oscura mezcla.
Que hay que decir que se nota algo granosa, huele muy fuerte y poco bien. Pero es el divertido precio que hay que pagar por vivir el Carnaval de Luzón si no vas disfrazado, de lo que sea.
Una simple máscara puede servir para librarse del diabólico castigo.
Tras una corta procesión hasta el interior del pueblo todos, Diablos y Mascaritas, se juntan en la plaza con el resto de mortales y celebran juntos el carnaval.
Allí nos congregamos algo más de un centenar de personas y junto a Diablos, Mascarita y algún que otro personaje disfrazado celebramos la tarde.
La música seguía y las botas de vino recorrían la plaza para apagar la sed y, muy posiblemente, quitar el mal sabor que deja el pringue de hollín al deslizarse hasta la boca de los Diablos.
Viendo como huele, el sabor tiene que ser aun peor. Pero todo sacrificio se perdona y merece la pena al contemplar como el pueblo se llena de gente y la alegría lo inunda todo.
Para los que les gustan, como a nosotros, el turismo rural y las tradiciones, esta fiesta popular de Luzón es un acontecimiento digno de ser vivido en primera persona.
Viendo el entusiasmo de los implicados no dudamos de que al Carnaval de Luzón le quedan Diablos para muchos años.
Las nuevas generaciones ya constatamos que llegan pisando fuerte desde pequeñitos y la celebración vuelve a ser muy popular, siendo uno de los mejores carnavales que se pueden ver en la Alcarria.
Nosotros prometemos volver para ver y disfrutar de nuevamente de esta reconocida fiesta de interés turístico regional, que es una de esas pequeñas joyas del patrimonio cultural español que tanto nos encantan.
Pero eso sí, la próxima vez prometemos ir sin cámara (o no usarla) y, quién sabe, quizás incluso disfrazados ¿Será verdad? 😉
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