Hay nombres de ciudades o lugares que han llegado a convertirse en iconos de una época. Sabemos que estamos ante uno de ellos cuando su sola mención evoca en nosotros imágenes, hechos o sentimientos compartidos.
El río Mekong es sin duda un icono del siglo XX. A algunos les traerá a la memoria a aquel aguerrido y brutal Robert Duvall en Apocalypse Now, al que el olor a napalm por las mañanas le sabía a victoria. A otros les vendrá el recuerdo literario del cuerpo sin vida de Alden Pyle, el Quiet American de la novela de Graham Green, flotando sobre las aguas del río en Saigón. De un modo u otro, lo que es seguro es que encontraremos a pocos a quienes el nombre de este río no les diga nada.
Pero el Mekong es mucho más. En los casi 5.000 km que separan su nacimiento en la meseta tibetana hasta la desembocadura en el delta al que da nombre, ya en la República Popular de Vietnam, el río riega colinas, montañas y junglas de seis países distintos. No parece justo ligar su nombre únicamente a la destrucción de la guerra, más aún cuando seguir su curso nos brinda la posibilidad de adentrarnos en lugares de gran belleza y variedad étnica y cultural.
La ruta que proponemos se ha convertido en un clásico de los viajes al sudeste asiático para aquellos que prefieren salirse del itinerario más habitual. No está ni mucho menos masificada, y a lo largo de ella hay una cierta infraestructura turística (mínima eso sí) que permite al viajero alguna comodidad.
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El punto de partida podemos situarlo en la que se ha dado en llamar “Puerta de entrada a Indochina”: un punto de paso al otro lado del río en el tramo en el que Tailandia y Laos comparten frontera. Se encuentra aproximadamente a unas dos horas en autobus desde Chiang Rai, que es la localidad del norte de Tailandia con aeropuerto más cercana, y a la que se llega en aproximadamente 1 hora y media de vuelo desde Bangkok.
El cruce del río es en bote. Aquí no hay puentes. El Mekong, y sus cauces no facilitan las grandes obras de ingeniería humana, y la prosperidad de Tailandia probablemente tampoco esté demasiado interesada en tender un vínculo físico tan convidativo a la inmigración del vecino del norte, Laos, con un nivel de renta per cápita muy inferior.
En unos diez o quince minutos, a cambio de unos Baths, el barquero nos habrá dejado en la otra orilla, en la localidad de Huay Xai, ya en territorio de Laos. Lo primero que haremos será dirigirnos a algo que se parece a un puesto fronterizo, ubicado en las rampas que suben desde el río hacia el pueblo. Allí, un funcionario de fronteras nos cobrará la tasa de entrada al país y sellará nuestro pasaporte, algo que conviene no olvidar si el día de vuelta a casa no se quieren tener problemas.
Una vez superado el trámite burocrático, podremos adentrarnos en el pueblo para buscar un alojamiento con un mínimo de condiciones y tratar de nuestro billete de descenso por el Mekong. No falta oferta, y el precio no varía demasiado. El pueblo vive de eso.
Huay Xai, capital de la provincia de Bokeo, es poco más que una calle central con varios hostales y comercios en medio de la selva. Su actividad económica es casi exclusivamente el turismo que llega al lugar con la intención de descender el río o realizar alguna de las actividades de aventura que las pequeñas agencias del pueblo ofrecen.
Además de algún viejo edificio de la época colonial francesa, es de destacar en la parte alta del pueblo un pequeño templo budista al que se accede tras una larga escalinata.
A parte de este templo, y el hecho nada desdeñable de que en esta aldea tendremos nuestra primera ocasión de probar la cerveza local (Beerlao, absolutamente recomendable), el verdadero interés de Huay Xai se limita a que es el punto de partida desde el que descender el río.
Los barcos turísticos que transitan por el río son grandes y lentas barcazas a motor, cuyos asientos consisten en poco más que sillas de plástico y travesaños de madera, rara vez acolchados. Aunque la cubierta tiene un techo que protege en caso de lluvia, todo el contorno del barco es abierto, lo que permite tener una percepción cercana de la fuerza del río, la densidad de la selva, los poblados al pié de la orilla y, naturalmente, el calor, la humedad y los mosquitos.
Existe la posibilidad de hacer un descenso en bote rápido en unas pocas horas, pero ello, además de suponer un notable riesgo, resulta un poco incoherente. No parece muy sensato haber llegado hasta aquí, una zona de junglas y poblados de la Indochina auténtica, para dejarlo pasar rio abajo frente a nuestros ojos a toda velocidad, con un ruido de motor ensordecedor y la nada infrecuente posibilidad de acabar estampado en una de las rocas o rápidos que trufan el río.
El descenso, en bote lento, por supuesto, dura dos jornadas, y comienza en el embarcadero de Huay Xai, donde una aglomeración de barcazas va recogiendo y acomodando a los viajeros.
Durante los primeros kilómetros, atrás queda Huay Xai, el río marca la frontera entre Laos, margen izquierda y Tailandia margen derecha. Este hecho es bien visible en el primer tramo, donde los asentamientos en ambas orillas son frecuentes, y las diferentes banderas que ondean en alguno de los tejados de madera se encargan de recordarlo.
Poco a poco, la selva se irá tornando cada vez más densa, más inhóspita, y quizá por ello, nos resulte más admirable ver de repente como, donde desde hacía kilómetros que no veíamos el más mínimo indicio de presencia humana, un poblado surge en la orilla. Son poco más que un puñado de chozas de madera y caña, pero frente a ellos el río adquiere una dimensión más amable: niños jugando en sus aguas, mujeres lavando ropa, pescadores amañando sus aparejos, reses refrescándose o desparasitándose en los lodos…
Pakbeng es el punto intermedio en el que las barcazas hacen escala en su tránsito hacia el sureste. Esta aldea, rodeada de colinas cubiertas de densa vegetación, responde fielmente a la descripción de lugar en medio de ninguna parte. Cuenta con algunos hospedajes surgidos al calor del turismo que la ruta por el Mekong ha traído y poco más. La única vía de comunicación, además del propio río, es una carretera que serpentea en la jungla dando la sensación de no saber con certeza hacia dónde dirigirse. Para las numerosas etnias que pueblan las colinas, y que tienen en Pakbeng el punto de encuentro e intercambio comercial, el río se transforma una vez más en el brazo que vertebra su orden económico y los une con el resto del país.
Al empezar el día, las barcazas ya están dispuestas en el embarcadero, prontas a ser abordadas por los viajeros para continuar el descenso. Atrás queda todo el descanso que hayamos logrado encontrar en Pakbeng tras una noche de calor y humedad, frente a la que poco ha podido hacer el ventilador que colgaba del techo. Al menos los geckos que pululaban por la pared de la habitación se han entretenido cazando polillas y otros insectos, lo cual es de agradecer. Son sin duda un gran aliado.
A partir de aquí, el Mekong no cambia demasiado. El valle se torna poco más ancho, y es algo más frecuente la presencia de aldeas en sus orillas, pero la jungla sigue siendo la absoluta dominadora del paisaje.
Habrán de pasar varias horas aún hasta que las grutas que anuncian la cercanía de nuestro destino comiencen a aparecer.
Un viaje, en realidad, no deja de ser una sucesión de vivencias que cada persona, sola o en un grupo, experimenta individualmente. Tras dos días río abajo por la selva de Indochina, esa experiencia puede ser muy diversa en cada uno de nosotros. Habrá quien la recuerde por el padecimiento de la incomodidad del barco, el calor, la humedad…, o quien lo haga por haber esperado con avidez ver lo que deparaba cada codo del río.
Cada uno habrá tenido su propia vivencia y su propia aventura, pero sin duda, el sentimiento que todos compartiremos al finalizar el camino será el de premio. El premio de haber llegado a Luang Prabang, una de las joyas del sudeste asiático, que bien merece capítulo a parte, pero sobre todo, haber llegado aquí no como turistas, sino como lo que de verdad nos sentimos… Viajeros.
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